Las grandes constelaciones fabricadas a partir de satélites fueron, en su momento, una gran promesa tecnológica. Representaban el acceso global a internet, una mayor conectividad y una nueva era de servicios. Sin embargo, esa promesa se ha convertido en un problema para la comunidad científica. El despliegue masivo de satélites ha hecho cada vez más difícil observar el universo sin interferencias.
Las amenazas para la ciencia son fáciles de explicar, los satélites cruzan el campo de visión de los telescopios, reflejan la luz del Sol y generan trazos brillantes que arruinan las imágenes con las que los astrónomos estudian todo aquello que hay más allá de la atmósfera terrestre. Según las últimas proyecciones, durante la próxima década el 96 % de las imágenes del espacio estarán contaminadas.
Los efectos en la investigación científica
El problema es doble. Por un lado, está la contaminación lumínica producida por los satélites en funcionamiento, que aumenta a medida que se multiplican los lanzamientos. Por otro, está la basura espacial, fragmentos de cohetes, restos de colisiones y aparatos fuera de servicio que se quedan orbitando la Tierra. Un estudio reciente publicado en Nature advierte que si no se actúa para minimizar estos efectos, la investigación astronómica quedará seriamente comprometida.
El crecimiento ha sido vertiginoso. En 2019 había alrededor de 2.000 satélites orbitando nuestro planeta. Hoy, solo unos años después, la cifra se acerca a los 15.000. La Agencia Espacial Europea calcula que, si se mantiene el ritmo actual, para 2030 podrían existir más de 100.000 satélites en distintas capas orbitales.
Ese aumento implica que telescopios tan icónicos como el Hubble podrían tener su campo de observación afectado en casi el 40 % de sus imágenes. Y la situación será aún peor para los telescopios espaciales que operan a altitudes de entre 400 y 800 kilómetros, una franja en la que la contaminación visual podría llegar prácticamente al 100 %.
Un problema político y económico
Para algunos investigadores, el panorama es aún más inquietante de lo que reflejan las cifras. “Este estudio es hasta optimista”, señala Alejandro Sánchez de Miguel, del Instituto de Astrofísica de Andalucía-CSIC en declaraciones al Science Media Centre. Según él, ni siquiera se han tenido en cuenta todos los proyectos en marcha: “Es muy difícil estar al tanto de todas las iniciativas empresariales que van apareciendo”.
En su opinión, lo que está sucediendo es “un experimento de geoingeniería descontrolado” en el que el impacto sobre la astronomía es solo la parte visible de un problema más profundo. En este contexto también entran otras agravantes como el trasfondo es político y económico. El despliegue de megaconstelaciones responde a intereses particulares y a la competencia entre corporaciones y estados, lo que bloquea acuerdos internacionales capaces de regular el espacio.
Las críticas no vienen solo de España. Jorge Hernández Bernal, investigador en Francia, considera que las propuestas actuales no atacan el problema de raíz. Para él, no solo está en juego la ciencia, sino el patrimonio cultural del cielo nocturno y el uso pacífico del espacio. Además, advierte sobre el riesgo de un posible Síndrome de Kessler: una reacción en cadena de colisiones que podría saturar la órbita terrestre con fragmentos incontrolables.
En este contexto sería necesario encontrar soluciones. Una de las propuestas realizadas por los científicos es lanzar los satélites en órbitas más bajas que las utilizadas por los telescopios. Esto podría evitar parte de la contaminación visual, aunque también plantea nuevos riesgos, el aumento de lanzamientos y la desintegración de basura en la atmósfera tiene implicaciones para la capa de ozono y para el clima.
Aun así, la advertencia es clara, si se contaminan tanto los telescopios terrestres como los espaciales, la única alternativa será enviar los futuros observatorios más arriba, lo que disparará los costes.




